En el año 2000, un día como
cualquier otro amanecimos con la noticia de que un grupo insurgente se había
tomado el municipio del Salado Bolívar, al que convirtieron en un matadero al
mejor estilo de una película de terror. En ese febrero escarlata, el bloque
norte de las autodefensas, comandado por alias “Jorge 40”, asesinó a más de 100
habitantes de ese corregimiento, incluida una niña de 6 años y una mujer de 65.
Las muertes ocurrieron en la plaza del pueblo y a la vista de todos, donde
ubicaron una mesa de torturas y sacrificio que ha quedado en la memoria de sus sobrevivientes.
En esa masacre fueron asesinados dos familiares, Rosmira y su hijo Luis, a
quienes recuerdo como si aún estuvieran vivos.
Pocos meses después, y
a 30 minutos de ahí, la guerrilla de las Farc detonó una bomba en una
ferretería del municipio de El Carmen de Bolívar, a cuyos dueños este grupo
insurgente les estaba cobrando una extorsión no correspondida. Y como siempre
los inocentes pagamos por una guerra que no nos pertenece, la explosión cobró
la vida de tres niñas entre 13 y 14 años, quienes justo pasaban por el lugar del
siniestro. Una de las víctimas fue mi prima hermana María Angélica, a quien
igual recuerdo como si estuviera viva.
Cuál tragedia pesa más,
¿una protagonizada por la guerrilla, o la otra no menos dolorosa emprendida por
los paramilitares? A la hora de repasar las estadísticas del terror, recuerdo
que en la primera administración Uribe, aprobaron el proyecto de Ley, Justicia
y Paz, cuyos objetivos eran la desmovilización, rehabilitación y reinserción a
la vida civil de grupos al margen de la ley de guerrillas y
autodefensas-paramilitares. Y adivinen el resultado. El solo hecho de que el
actual Presidente esté negociando la paz, quiere decir que la anterior
administración no cumplió con su programa de gobierno, y tampoco le cumplió al
país.
Es preocupante entonces,
que gran parte de los colombianos que piensan y deciden con criterio, elijan
una alternativa llena de dudas y escabroso historial político, que más daño que
bien ha hecho al país. Pero juzguen Ustedes. Ad portas de la segunda vuelta de
elecciones presidenciales, a los colombianos nos han sugestionado con sus
deshonestas campañas políticas que en vez de aclarar han confundido. Las Farc
han protagonizado una guerra de 50 años que el Estado financia y la ciudadanía
paga con sangre, pero el paramilitarismo también ha puesto sus muertos. Y son
miles.
La tal seguridad
democrática de la que tanto nos hablan es una farsa, nos dio tranquilidad en su
momento y nos permitió regresar a las carreteras, sin embargo, y gracias a esa
guerra que se masificó, se multiplicó el número de personas en situación de
desplazamiento forzoso y el Estado gastó más de $21 billones en despliegue de
seguridad, casi todo para combatir grupos de guerrillas. Imagínense esa
inversión en educación y salud. En un país como Colombia, donde en materia de
guerras está todo casi hecho, mi criterio como ciudadana, y también como
víctima del conflicto, es que llegó la hora de probar haciendo la paz.
Los colombianos no
queremos escoltas, ni agentes de Policía en cada esquina, queremos caminar
tranquilos, sin guerrillas y sin las “convivir”. Nadie en este país tiene moral
ni autoridad para reprochar los diálogos de paz, porque el proceso de guerra se
hizo durante 8 años, y no funcionó. En cambio sí enriqueció más a los ricos y aumentó
la miseria de los pobres. Aunque de lograr la paz, me preocupa el pos-conflicto.
Para ello es necesario un plan de contingencia que evite lo que sucedió con la supuesta
desmovilización del paramilitarismo, que ocasionó un feroz surgimiento de
bandas criminales y pandillas juveniles que proyectaron la insurgencia.
El asesinato de un
paramilitar no duele menos que el de un guerrillero. Así, a este país sin
memoria solo le digo: vivir la guerra no es verla por televisión desde la
comodidad de tu hogar, la guerra tiene un alto precio que solo conocen los que han
puesto muertos en ella.
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